Terrible noticia la que recibimos hoy por la mañana. Nuestro buen amigo y paisano, René Miranda falleció, de manera abrupta, el día de ayer, en Pallasca, víctima de un inesperado huayco, en la zona de Matibamba.

Perteneció a la promoción (1951) de exalumnos de la otrora "Escuela Urbana Prevocacional 293", integrada -entre otros- también por Jonás Rubiños, Reynaldo Ruiz, Lucho Rodriguez, "Tucho" Alvarado, "Mel Shanti" Vidal y Emilio Gallarday. Estuvo casado con doña Teresa Casana, profesora gracias a la que aprendí las primeras letras y, claro, el “ma-me-mi-mo-mu”, en el Jardín de la Infancia, donde –como conté en otro momento- me sentí angelicalmente enamorado de Ladoyska Rubiños y Maruja Montero, mis compañeritas de aula. Gratos recuerdos en medio del dolor que causa una partida; esta vez la de don René, paisano y amigo querido.

Les cuento  En junio del 2008, estuve en nuestra tierra y fue agradable conversar con él. El reencuentro -después de muchos años- ocurrió frente a la tienda de mi primo Carlitos Soria, donde un grupo de amigos participaban de una amena conversación, mientras otros (entre los que estaba Herenia Guzmán, que fue mi compañera de secundaria en el "Mixto" y con quien, está vez, me envolví en un abrazo) bailaban en la Plaza de Armas, al son de una banda de músicos porque, claro, se celebraba la Festividad por San Juan Bautista. Al verme, y tras un saludo en el que nos emocionamos los dos, don René sacó de su memoria una muy pintoresca anécdota, que tenía guardada desde finales de la década de 1960. Después de que me la contó, yo me encargué, indiscretamente orgulloso, de darla a conocer a algunos familiares y amigos, y ahora quiero que la conozcan todos.

"Tal vez no te acuerdes -me dijo-, pero yo también fui tu profesor". Efectivamente, yo no lo recordaba, pero, ciertamente, por muy breve lapso (tal vez durante unos pocos días) debió haber cumplido funciones docentes en nuestra escuela primaria, la "Prevocacionsl 293"(obviamente en reemplazo de mi padre, el maestro Rafa, que fue mi profesor). "En esa fugaz tarea –continuó don René- una tarde decidí revisar cuadernos”. (¡Terrible decisión para mí!). “Así lo hice, y, uno a uno, comencé a llamar a los alumnos que, entusiasmados y sin preocupación, iban acercándose”. Pero, ¡oh, sorpresa!, algo extraño ocurría en el recinto escolar. “Mientras hojeaba medio minuciosamente los cuadernos -prosiguió el relato-, pude percatarme, sin que tú te dieses cuenta, de que algo irregular e inadmisible estabas haciendo”. Sí, pues, algo irregular y, naturalmente, inadmisible. Eso era lo que pasaba allí. Tratando de dármela de "vivo", quise salvar la situación de embarazosa emergencia en que me encontraba debido a la exigencia del docente, echando mano a una solución simple y llanamente ingeniosa pero creo que al mismo tiempo, torpe. Tal vez no parezca creíble lo que voy a decir, pero la verdad es que, digamos, académicamente, desde mi primera etapa escolar, siempre fui muy desordenado. Jamás pude llevar, como sí lo hacían casi todos los otros alumnos, un cuaderno "decente". Los demás, por ejemplo, usaban lapiceros de, al menos, dos colores, y regla, para diferenciar los títulos del contenido y hacer los subrayados que correspondiesen, y sus cuadernos siempre lucían pulcros y bien forrados y ordenaditos. En la secundaria, por ejemplo, era extraordinario para tal cosa nuestro amigo, venido desde Chora, Pascual Miranda (“Cholito de bolsillo” le decíamos, por obvias razones, y era el más hábil para las matemáticas), y en la primaria nadie podía igualarse a Andrés Matta, de Llaymucha, a quien -con el título de un cuento de Borges- ahora designo como “Funes el memorioso”, por la superlativa fidelidad y exactitud, de sus evocaciones ("tú, Bernardo, te sentabas en la fila "San Martín" y tu compañero de carpeta era Yucra", y, así, en una conversación de hace unos tres años, me iba indicando todas las ubicaciones de los alumnos en nuestro salón de la "293"); y, otra cosa, nunca pude salir del asombro y la envidia ante su perfecta caligrafía. Yo era, en cambio un desastre. Mi cuadernos -lo cuento con algo de vergüenza pero con mucha sinceridad, ¡qué me queda!- eran, realmente, lo que conocíamos como "cuadernos lechuga", por ajados y simplemente impresentables. Y, lo que es probablemente peor, creo, si mal no recuerdo, hasta llegó a ocurrir que en alguna oportunidad ni siquiera contaba con un solo cuaderno para mostrar (¿Se preguntan por qué? ¡Por descuidado, pues!). Bien. Don René continuó la historia: "Al ver lo que realmente estabas haciendo, y para librarte de un mal rato (de la vergüenza, habría dicho yo), resolví no pedirte tu cuaderno". (¡Uf! La bondad y la misericordia en toda su esplendorosa presencia). “Salvado por la campana”, habría dicho si la circunstancia se hubiera presentado unos años después. "Es que -continuó, obviamente ensayando una mentira piadosa y sobre todo complaciente para mis oídos y especialmente para mi ego- como tú eras un estudiante inteligente que captaba bien las clases y solías responder con acierto a las preguntas (¡gracias, don René, por la astronómica exageración), me pareció conveniente y justo pasar por alto eso que sin ningún atenuante hubiera sido razón suficiente para un merecido castigo". ¿Qué fue lo que hice mientras nuestro ocasional profesor revisaba los cuadernos de mis compañeros? Pues, me la pasé uniendo las hojas de papel que algunos compañeros, comprensivos y solidarios, me regalaron para armar un falso cuaderno con el que -tonto de siete suelas- quería, absurdamente, engañar a don René. 

Esa es la anécdota que me contó él, allí, junto a la tienda de Carlitos Soria, aquel 24 de junio del 2008, en Pallasca. Y, créanmelo, me sentí muy feliz al escucharla. Es que, la verdad, la verdad, creo que se trataba de un retrato fiel, veraz, de lo que soy. Por ello -espontánea, naturalmente-, una irrefrenable carcajada –como no podía ser de otra manera- le puso el sello de conformidad y consagración. Tal vez ya medio coloreado en sepia (debido a los años), ese retrato testimonial fue extraído del cofre de sus recuerdos por don René Miranda –nuestro paisano noble y bueno- y me lo regaló como una de las joyas espirituales y del corazón que guardaré para siempre en el álbum inalienable de mi medio desvergonzada historia personal, y en mi corazón.

¡Descansa en paz, inolvidable amigo y paisano, y gracias por todo!