Hace un par de noches tuve un sueño. No lo recuerdo bien, pero puedo asegurar que fue alucinante, y conmovedor. En él aparecíamos mi padre, Igor y yo, en un viaje por lugares desconocidos, no sé hacia qué destino. De pronto nos sorprendió una tormenta, y un río de aguas claras que aumentó excesivamente su caudal y se puso furioso y terminó desbordándose, dañando la vía carrozable. Así, ya era imposible continuar en el vehículo que nos llevaba. No sé o, mejor dicho, no recuerdo qué pasó, en el sueño, con las demás personas que iban, pero nosotros, desesperados, tuvimos que emprender, a pie, un largo recorrido por lugares sumamente difíciles, escarpados.

(A estas alturas de los sucesos oníricos las imágenes se borran, dejando un breve paréntesis en mi memoria).

Al final de la caminata aparecimos en un pueblo de gente apurada y medio indiferente cuyo dejo se confundía entre el cantito piurano y la musiquita "charapa", con algo del medio sollozante tono colombiano; la vestimenta de las mujeres, floreada, era como las polleras panameñas, y los varones usaban sombrero. ¿Dónde estaremos?, nos preguntamos al unísono los tres -mi padre, Igor y yo-. Alguien, una vendedora de frutas que nos miraba como a bichos raros, se atrevió a darnos el nombre del lugar: "Demblidongo", dijo. Demblidongo. Al escuchar tal cosa quedamos más desconcertados aún, sin que el extravío nuestro pudiera llegar a desleírse; nunca antes habíamos escuchado ese nombre. Curiosos y con algo de temor, anduvimos por algunas calles pobladas de personas con mirada sombría y, cuando el desfallecimiento parecía estar a punto de dar cuenta de nosotros, sobre el dintel de la puerta de una de las edificaciones del pueblo, como el resplandor de una brújula en el desierto, alcanzamos a ver un escudo, parecido a aquellos de las gobernaciones, en el que leímos, aun más extrañados que al principio, esta inscripción: "Embajada de Guatemala en el Perú". Claro, obtuvimos la respuesta que buscábamos (para, al menos, ubicarnos en el mapa), sin embargo no logramos el fin del desconcierto.

Ahí acabó toda la historia.

La corneta del panadero hizo que me despertara abruptamente, haciéndome saltar de la cama como en una violenta levitación, como si el bizcochero aquel del cuento de Beingolea hubiera disparado a mansalva y sin piedad su estentóreo anuncio: "¡Pan de Guatemala!". De inmediato cogí mi inseparable libretita de apuntes y -por si fuera a olvidarme, como casi siempre ocurre en estas cosas- apunté el nombre del lugar aquel del sueño y, un rato después, encendí la computadora para buscarlo en Google.

La búsqueda fue infructuosa. Comprendí entonces -y así le dije a Igor- que se trataba, sin más ni más, de un nuevo vocablo del "Idioma Moñongo" que entre juego y juego los dos hemos venido construyendo desde los tempranos días de su primera infancia, algo así como un código de amor y de vida, inalienable, intransferible y no negociable, de padre e hijo. Dentro de tres días será su cumpleaños y, al menos en este sueño, como un abrazo de regalo pudo encontrarse con el maestro Rafa, su abuelo, a quien, por cierto, no llegó a conocer.

(Dicen que los sueños sueños son, y no hay razón para oponerse a tal aserto, pero, a pesar de lo dicho por Calderón de la Barca en su monólogo, una verdad también irrefutable es que los hijos son y serán, siempre, la encarnación vívida y fecunda de nuestros más bellos sueños. Lo son, para mí, Igor, Helder y Omar, mis hijos amados).

                                                                                    

                                                                                                                                (16 de agosto, 2015)