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HOY SÁBADO NO HE COMIDO MELOCOTONES EN ALMÍBAR

Publicado: 2011-11-13

Mi padre me contaba que, a las pocas semanas de nacido, estando en los brazos de mi abuelo Manuel Jesús yo me desesperaba por quitarle el postre de melocotones en almíbar que él tenía en sus manos. Es probable que  en tales circunstancias el anciano se viera obligado, por su corazón y mi irrefrenable asedio, a no disfrutar ni siquiera de un solo pedazo de la fruta en conserva y a tener que dármela toda. De lo que no tengo duda es de que allí comenzó mi historia de sanos, intransferibles y no negociables placeres mundanos entre los que tiene lugar preferente mi inclinación por el durazno, melocotón, damasco, blanquillo, abridor, albaricoque o como quiera llamársele. Supongo que Lastenia, o "Tena", que es como le decíamos a mi abuela materna, debió haberlo sabido; por ello es que todos los días doce de noviembre, cuando yo vivía en Pallasca, personalmente o a través de una jovencita que la ayudaba en los quehaceres domésticos me regalaba una lata de Aconcagua. La chica, si era ella la encargada, después de tocar la puerta que daba a la calle del chorro, y entrar por el zaguán a eso de las once de la mañana, se acercaba cariñosa y tras darme un tímido abrazo me decía: “Ténga'ste don Bernardito, es el regalo que le envía su Tena.” Yo, más tímido que ella, me ponía rojo pero sonreía invadido por la dicha. En la cocina, mis padres preparaban el almuerzo. No había fiesta y no hacía falta que lo hubiera; bastaba con estar, papá, mamá e hijos, juntos alrededor de la humilde mesa familiar, pero no en comedor precisamente, sino en la misma cocina, acompañados por la sinfonía inconclusa - porque no terminaba nunca- de los cuyes. Aquel día, al menos dos de esos dóciles animalitos habían sido sacrificados para el deleite de todos en casa.  Mamá freía y papá atizaba el fuego. La sopa era de chochoca o de papa seca con cushuro. Había oportunidades, sobre todo si era domingo, que, llevando ollas y todos los ingredientes necesarios para la comida además de ropa para lavar, nos íbamos todos a Tambamba, un paraje ubicado a poca distancia del pueblo; y allí, junto a la acequia, el almuerzo campestre era como el festín de los dioses. Lo que no faltaba, lo digo a la manera de Vallejo, era el ofertorio de las chauchas con ensalada de berros. Yo, por cierto, bañadito y bien peinado, ese día estrenaba saco nuevo, confeccionado por don Carlos Miranda, el sastre del pueblo, esta vez con una tela que, según decía mi padre, era “sanforizada” y no como las que normalmente se empleaban, que, para evitar que se encogiesen una vez convertidas en ropa, había que remojarlas previamente y dejarlas secar al sol. Nunca fui futbolista pero, no me lo van  a creer, los calzados para una de esas ocasiones fueron un par de chimpunes creo que hechos por don Lonsho Pinedo o comprados a alguno de los shilicos que esporádicamente llegaban con su mercadería y se ubicaban en la vereda que daba a la casa de don Víctor Alvarado, paisano de ellos. Tantos años han pasado, caracho, y parece que hubiera sucedido ayer. Pero hoy, hoy sábado, no pasó lo que solía ocurrir en aquellos ya remotos días doce de noviembre que aquí he contado: en el almuerzo de ahora no ha sido cuy frito lo que he comido. Me he sentido feliz, sin embargo. Y, aunque tengo la certeza de que los calendarios me van acercando con irremediable prisa hacia su presencia, debo decir que lo que más he echado de menos en este último cumpleaños ha sido ciertamente, además del postre de melocotones en almíbar de la abuela Lastenia, el abrazo sin límites, con sonrisa incluida, de Abigaíl y Rafael, aquellos dos bellos seres humanos que me dieron la vida.

                                                                                                      12 de noviembre del 2011


Escrito por

Bernardo Rafael Alvarez

Bernardo Rafael Álvarez. Escritor y poeta. Abogado. Consultor en temas idiomáticos.


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Bernardo Rafael Álvarez

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